El hombre y la mariposa
La gran encina se encontraba en medio del trigal amarillo.
Muchos años habían pasado por su retorcido tronco y Lucas, desde niño, la había
visto crecer y crecer adoptando su ramaje formas cada vez más enredadas.
En sus largos años, había sido hogar y reposo de centenares
de pájaros. Algunos formaron nidos de sorprendente peso y tamaño, pero sus
ramas siempre fueron fuertes y resistentes. Pollos de Águila culebrera, Águila
perdicera y hasta una imponente Águila Imperial, echaron a volar desde lo más
alto de su copa para que, pasado el tiempo, nuevas generaciones volvieran a
criar en tan grato alojamiento. También los pájaros pequeños hicieron sus nidos
como buenos vecinos entre las ramas más frágiles, y así, carboneros, pardales y
pinzones con su piar, despedían cada tarde la puesta de sol con gran alegría.
Lucas decidió sembrar la tierra de trigo candeal en una
època de hambruna sin precedentes. Vio como otras gentes del pueblo discutían
por la carne y la leche que eran difíciles de encontrar, y pensó que con la
harina que sacara, él y su familia estarían abastecidos de pan durante todo el
año. La encina estaba en medio del terreno y algo de grano quitaría al no
poderse sembrar, pero la sombra que proporcionaba en verano durante la cosecha,
compensaba la poca harina que de su espacio podrían sacar.
Durante el invierno la encina permanecía como muerta, pero
no era así, había vida a su alrededor y las blanquinegras urracas de las
pequeñas bellotas se aprovechaban. ¡Y qué envidia daba a los largos árboles del
soto que no tenían más que ramas desnudas y hojas secas en su base!. La encina
mostraba un verde algo más oscuro, pero estaba llena de hojas y vitalidad en
todas sus ramas. En primavera unas pequeñas flores la adornaban como una joven
cercana al matrimonio, y en verano el canto de las cigarras ensordecía,
mientras el sol caía en la cabeza como plomo. La mejor estación era sin duda el
otoño, cuando los frutos ya maduros, caían como lluvia a poco que el viento
removiera levemente sus ramas. Multitud de animales se aprovechaban de tan rico
manjar y la vida en derredor brotaba con movimientos gráciles y rápidos.
Año tras año Lucas vio la encina crecer y robustecerse. Él
en cambio más débil y achacoso se encontraba. Un bastón hecho con una de sus
ramas era ahora su apoyo esencial, y aunque ya no podía cosechar el trigo que
seguía creciendo alrededor, su espalda encorvada le recordaba el duro trabajo
que había realizado.
Y así llegó a sus últimos días y mirando el robusto árbol
sentía su vida acabar. No tenía pena pues la nueva estirpe, sus hijos y nietos,
seguirían cultivando y recogiendo, mientras el enorme árbol les cobijaría bajo
su copa donde estarían seguros, como seguro se sintió él cuando era joven.
Caminando lentamente, apoyando su curvado cuerpo en el
bastón, paseaba por el camino cercano al lugar. Al detenerse en uno de los
muchos descansos que necesitaba, escuchó un sonido. Era viento que formaba
remolinos en el polvo del camino, y ese viento, enredado con el árbol, en
susurros le llamaba.
Se acercó atravesando la tierra arada del invierno, con
gesto dolorido se sentó como pudo y, dejando su bastón junto al tronco del que
naciera, acercó su cara arrugada a la corteza de estrías profundas y marcadas.
Abrigado con su gruesa capa de lana y la boina bien calada, no tardó en
quedarse dormido y así, soñando bajo su árbol, repasó toda su vida desde niño
cuando jugaba.
No se despertó del sueño, pero bajo su capa una mariposa
amarilla apareció volando alegremente,
subió y subió hasta la rama más alta donde la primera flor de ese año con
timidez ya brotaba.
Todo se juntó en un mismo punto y la rueda del destino
volvió a girar: Una vida que llegaba a su término, y un nuevo comienzo que ya
empezaba a despertar.
Luis Fernando González
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